La constante disputa en la que está inmersa la sociedad mundial actual afecta todas las variables posibles que estudian las Ciencias Sociales: lo cultural, lo político, lo social y lo económico. Sin embargo, en la mayoría de conflictos internacionales el causante y juez de la guerra es éste último, combinado con el poder.
Los mandatarios, obsesionados con la guerra como fin lucrativo; crean ideologías, imponen odios, arman enemistades donde no las debe haber y buscan, como dice el adagio, dividir para reinar.
Esa estrategia funciona y los pueblos terminan luchando por falsos ideales. Como reza la frase, “la guerra es una masacre de gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen, pero no se masacran”. El ajedrez del poder político impera sobre la frágil voluntad de los pueblos.
De ese modo es que ocurre el ya prolongado conflicto entre israelíes y palestinos. Las divergencias culturales, que en otros lugares del planeta pasan desapercibidas (como en ciudades cosmopolitas) en el Oriente Próximo parecen no tener solución cercana por los intereses político-económicos que giran alrededor, específicamente por dos palabras que no hacen feliz al mundo: USA y petróleo.
La guerra que se vive en la cuna de las religiones está desatada por una discusión de dominio de tierras. Pero no por extensas llanuras de terreno fértil. Lamentablemente es por algo más de 22.000 km² (algo así como la superficie del departamento del Valle) que es la extensión del Estado de Israel, que desde su fundación en 1948 ha osado tomarse con poder militar gringo, más de los territorios palestinos que les otorgó la ONU.
El radicalismo religioso acentúa aún más la profunda crisis de tierras que viven ambas naciones. Mientras los palestinos están acorralados por la avanzada israelí y estadounidense para despojarlos de sus territorios; los judíos que llegan a vivir a los asentamientos están inmersos dentro de un contexto cultural que no es el suyo y subsisten rodeados de la amenaza militar de los grupos insurgentes.
La tierra prometida para Israel llegó con creces y se disolvió con descaro para el pueblo de Palestina. La posesión de territorio se volvió sinónimo de poder y el destierro fue el destino para los más desprotegidos.
Guardadas proporciones, es la desgracia colombiana. Actores armados llamados guerrilla, paramilitares o narcos, han desterrado a millones de colombianos, condenándolos a una desconocida y feroz vida urbana. Son más de 3 millones de hectáreas tomadas por los actores del conflicto que a los campesinos propietarios originales les siguen siendo ajenas.
Este gobierno dice ser el reformista que ojalá, a diferencia de la decisión de la ONU en 1948, sí sepa entregar la tierra prometida a los desplazados de nuestra Nación, quienes hoy son los que reclaman los cambios legislativos para resolver el conflicto armado de Colombia por su raíz, la redistribución equitativa de tierras.