Fue hace unos años, pensando en la Universidad y en la carrera que escogería, que se cruzó por mi mente el nombre de Manizales. Sólo cuatro visitas en mi vida eran el respaldo para conocer la llamada ciudad universitaria.
Los mitos regionalistas no se demoraron en transmitirme cuando dije que viviría a tres horas de mi casa, en la ciudad de las tres F: una provincia fría, fea y falduda. Estudiaría, pues, en un pueblo grande al que tachan de toma trago, elitista, conservador, fanático del fútbol y los toros, cafetero y excesivamente religioso. Como no soy amigo de los prejuicios, sólo me dediqué a descubrir.
La Manizales que conocí sí es fría, con una temperatura baja, un aire helado y unas lluvias que de vez en mes cuando caen, y no hay paraguas, emputan. Y es quizá ese clima, que produce colores parcos en el ambiente y deprime en los días más inútiles, lo que hace ver impasible y fea la ciudad. Pero el ánimo de la mayoría que uno se topa en la calle y uno que otro trago de Aguardiente Cristal quitan esa percepción de inmediato, lo llevan a uno al goce.
De ahí para adelante nada es ignoto. Es típicamente manizaleño decir que se vive en una sociedad elitista (a los pobres los quieren esconder o ellos se camuflan). Los toros y el fútbol son, en el papel, el opio del pueblo (el primero más elitista que el segundo). Lo coyunturalmente conservatizado de Colombia, en Manizales desde siempre ha existido (su periódico es azul por el partido godo) y en sus alrededores el olor del aire está provisto de café.
Todo eso no me impresionó comprobarlo. Lo que sí, fueron dos cosas: sus faldas (esas calles empinadas, interminables y agotadoras) y la religiosidad viva de su gente. Los llamados, las gracias y los pedidos a unos dioses (los que sean), se emanan en cualquier lugar desde los 2.150 metros de altura a los que está la ciudad de los patifríos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario